Desde los primeros ensayos en casa hasta los conciertos en teatros y cafés, hubo una pregunta que nunca dejó de rondar: ¿tocamos lo que la gente conoce o lo que nosotros queremos decir? En Eslabón, esa discusión fue constante, a veces silenciosa, a veces encendida. Porque sabíamos que un cover bien tocado podía abrir puertas, pero también que una canción propia podía abrir el corazón.
Tocar covers era conveniente. El público respondía, cantaba, se conectaba. Era una forma de decir “estamos aquí”, sin tener que explicar demasiado. Pero también era una forma de esconderse. Porque detrás de un cover, uno puede evitar el juicio, la vulnerabilidad, el riesgo de no gustar.
En cambio, tocar composiciones propias era exponerse. Era decir: esto es lo que somos, esto es lo que pensamos, esto es lo que sentimos. Y eso, aunque más difícil, también era más verdadero.
¿Qué fue más conveniente? Depende de qué se buscaba. Si el objetivo era llenar un bar, el cover ganaba. Si el objetivo era construir una identidad, la composición propia era el único camino.
Eslabón eligió ambas en distintos momentos de su carrera. No siempre fue fácil. A veces el público ignoraba , a veces no entendían, a veces pedían “Hotel California” y nosotros respondíamos con “Si yo Pudiera”. Pero cada canción que escribimos fue una afirmación. De nuestra historia, de nuestra formación, de nuestra amistad.
Hoy, mirando atrás, sabemos que esa discusión nunca tuvo una respuesta definitiva. Pero también sabemos que cada vez que elegimos tocar lo nuestro, ganamos algo que no se mide en aplausos: ganamos coherencia.
Por supuesto quien escribe estas líneas opina eso, no hablamos a nombre del resto de los músicos que pasaron por Eslabón.
